Prologo
En un caserón ruinoso de la calle
Castelbondo, donde funcionaba La Normal Piloto de Bolívar Nuestra Señora del
Carmen de Cartagena, tuve la fortuna de estudiar y graduarme como Maestro de
Educación de la básica primaria, ahí escribí algunas de estas composiciones
poéticas, motivado por la constante evocación que de mi pueblo hacía, otras los
escribí en una pieza alquilada en el aristocrático barrio Manga y otras en una
casa salitrosa enclavada en una calle semitugurial llamada Calle del Camarada
en el populoso barrio La Esperanza, casi de espaldas a La Popa, donde la
cambiante situación económica de la familia me había llevado.
Más tarde en la ciudad de
Valledupar, rodeado del bullicio de casi un centenar de niños desadaptados, en
la Correccional de menores, donde laboré por primera vez como maestro, continué
explorando en el verso y en la prosa —siempre evocando a mi pueblo natal y
ahora a Cartagena— utilizando de acuerdo al humor el estilo cáustico y
humorístico, de los versos que publico hoy o el estilo de poeta trasnochado de
almibarados versos donde destilaba sentimientos de hombre enamorado.
Siempre cargaba a mi lado un grueso
cuaderno resortado, de universitario de la época, donde como un tesoro guardaba
los versos que escribía, jamás me desprendía de él, y en unas vacaciones
decembrinas que fui a pasar —como siempre— a Tamalameque, al lado de familiares
y amigos, en forma misteriosa se perdió de la casa. Buscamos y buscamos,
revisamos la casa al derecho y al revés no encontrando el cuadernillo de mis
cuitas.
Creí morir de la pena, cayendo en
un estado interno de postración emocional que a veces traslucía en explosiones
de violenta ira. No pude escribir un poema más por espacio de varios años, y
hacía desesperados intentos por reconstruir las estrofas perdidas, en un
esfuerzo infructuoso, ya que nunca he sido capaz de aprender de memoria nada de
lo que escribo; esto me desesperaba más y más. Sentía una especie de castración
y convertido en un eunuco me llenaba día a día de frustración y pasaba largas
horas emborronando cuartillas que luego convertía en basura sin poder hallar la
musa de la inspiración.
Un buen día, reflexionando sobre
el particular, llegué a la conclusión de que si no podía hacer poesías —y
teniendo facilidad de expresión al escribir— debía probar escribiendo prosas, y
ahí tuve mi encuentro con el cuento, y empecé a escribir historias, a recrear
anécdotas de mi tierra, a reconstruir la historia de Tamalameque, a rescatar la
cultura popular vernácula. Y -sin olvidar mi libreta perdida- escribí tres
libros con la temática de mi patria chica.
Sin embargo, la procesión iba por
dentro, no lograba olvidar mi librillo perdido en un diciembre, y alguna vez en
una de esas parrandas de bohemia y vallenatos que se acostumbran en la costa,
comenté mi tristeza y narré la historia. Días después como por arte de magia
apareció en mi casa, bastante maltratado, faltándole la mitad de las paginas,
con algunas hojas rotas, desargollado, ajado y maltratado, amarillento por el
paso del tiempo y el manosear de la persona que misteriosamente lo tomó por
largos años.
El reencuentro con ese cuaderno
fue emotivo, lloré, lloré largamente en silencio, apretando el deshojado
librejo contra mi pecho, después comencé a leer y releer esos versos en largas
sesiones inacabables. Pasaba la mayor parte de la noche leyendo esas líneas que
sintetizaban el plectro de mi juventud, tratando de reconstruir pedazos
perdidos sin poder lograrlo, no me importaba si lo escrito tuviera valor
estético o no, me importaba, tan solo, tener completo el producto de mi estro.
Pasé un año, repitiendo el ritual
de leer y tratar de armar como un rompecabezas los versos perdidos, en una
tarea casi imposible, luchando con mi olvido.
Algún tiempo después se perdió de
nuevo, y lo olvidé, convencido de que el destino de esas poesías era perderse,
comencé de nuevo a escribir poemas y prosas, desentendiéndome de él.
Desapareció por un periodo de
tres años, hasta que un día apareció, así de repente, tal como siempre aparecía
y desaparecía, se presentó a mi casa, como era su costumbre, en silencio, en
misterio, con la confianza del amigo que regresa. Esta vez el encuentro no fue
tan emocionante, fue un encuentro sereno, reposado, encuentro de viejos
camaradas de tristezas y alegrías, pero sin lágrimas. No lo leí, solo constaté
sus páginas y revisé que no faltara ninguna, en efecto estaba como lo vi por
última vez, con los mismos rotos, con las mismas arrugas, igual de ajado, pero
no había perdido más nada. No me hice preguntas esta vez, sencillamente lo
guardé.
De ahí en adelante se perdía y
volvía aparecer con el tiempo, lo encontraba en los lugares más insospechados.
Me acosaba permanentemente, le encontraba en todas partes, me espiaba por toda
la casa, lo encontraba en las gavetas de mi viejo escritorio de cedro, en los
estantes de mi pequeña biblioteca, bajo el colchón de mi cama, en los sitios
más inesperados. Me agobiaba con su persecución.
Era como fantasma del pasado, que
a cada momento me salía al paso para recordarme que ahí estaba, que no le
ignorara, o por lo menos se hacía notar. Al comienzo, lo contemplaba con
nostalgia, y evocaba esos momentos febriles en que él y yo por primera vez nos
encontramos. Eché a volar el recuerdo en busca de esos pasajes olvidados, y
recordaba una a una las motivaciones, las personas, los sitios, los aromas, los
sentimientos y circunstancias que rodearon el nacimiento de cada una de las
composiciones que escribí en él. Si, eran fantasmas del pasado, fantasmas que
yo mismo creé, fantasmas que nacieron hace tantos años, y que ahora me
reclamaban el abandono.
Con el tiempo me fui enterando
del enigma de esas desapariciones misteriosas y haciendo indagaciones, encontré
que en la primera desaparición que duró doce largos años, tuvo un itinerario
curioso desde las dilatadas sabanas de Tamalameque, pasando por las heladas
lomas de Pamplona en Norte de Santander, recorriendo pasillos y salones de un
colegio de bachillerato en Chiriguaná en el Cesar, hasta volver nuevamente a
Tamalameque, siempre permaneciendo oculto bajo las colchonetas donde dormía el
caco que impulsivamente se apropió de él por tanto tiempo.
Me enteré además de su entrada y
salida clandestina de colegios oficiales, hasta su aparición estelar en muchos
centros literarios de bachillerato, donde se leían el producto de mi numen y
los aplausos que recibía el caco, por parte de sus compañeros y profesores, por
haber escrito esas estrofas a veces desabridas y otros llenos de cáustico
humor.
Me enteré de los amores
levantados con mi pluma, de las novias deslumbradas por mi rima, de la bohemia
derrochada en las parrandas, y de tantas ilusiones moceriles inspiradas por el
joven caco que me suplantaba. Amores que nacían al son de mis poemas y romances
terminados con la irreverencia de mis versos.
La segunda desaparición se le
debe a mi hijo menor quien tiene inclinaciones poéticas, lo tomó como su libro
preferido y lo guardó con sus cosas, leyéndolo en la soledad de su aposento.
Asombrándome siempre, cuando en el baño recitaba mis versos de memoria. Esta
desaparición fue menos larga, tan solo duró tres años, pero tenía por lo menos,
el consuelo de oír recitar mis poemas.
Ahora que apareció por última
vez, tomé la decisión inaplazable de leerlo, y de casi un centenar de poemas y
sonetos sin medida que subsistieron al paso del tiempo y a las desapariciones
misteriosas, escogí estos treinta y tres que publico para darles un reposo en
su angustioso y largo peregrinaje, y evitar así que desaparezcan otra vez y
para siempre por la puerta misteriosa del olvido.
Autor; Diógenes Armando Pino Ávila
Autor; Diógenes Armando Pino Ávila
San Miguel de las Palmas de
Tamalameque 5 de enero de 1.998
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