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martes, 28 de junio de 2016

Evadiendo la misteriosa puerta del olvido (Prologo)

Prologo
En un caserón ruinoso de la calle Castelbondo, donde funcionaba La Normal Piloto de Bolívar Nuestra Señora del Carmen de Cartagena, tuve la fortuna de estudiar y graduarme como Maestro de Educación de la básica primaria, ahí escribí algunas de estas composiciones poéticas, motivado por la constante evocación que de mi pueblo hacía, otras los escribí en una pieza alquilada en el aristocrático barrio Manga y otras en una casa salitrosa enclavada en una calle semitugurial llamada Calle del Camarada en el populoso barrio La Esperanza, casi de espaldas a La Popa, donde la cambiante situación económica de la familia me había llevado.
Más tarde en la ciudad de Valledupar, rodeado del bullicio de casi un centenar de niños desadaptados, en la Correccional de menores, donde laboré por primera vez como maestro, continué explorando en el verso y en la prosa —siempre evocando a mi pueblo natal y ahora a Cartagena— utilizando de acuerdo al humor el estilo cáustico y humorístico, de los versos que publico hoy o el estilo de poeta trasnochado de almibarados versos donde destilaba sentimientos de hombre enamorado.

Siempre cargaba a mi lado un grueso cuaderno resortado, de universitario de la época, donde como un tesoro guardaba los versos que escribía, jamás me desprendía de él, y en unas vacaciones decembrinas que fui a pasar —como siempre— a Tamalameque, al lado de familiares y amigos, en forma misteriosa se perdió de la casa. Buscamos y buscamos, revisamos la casa al derecho y al revés no encontrando el cuadernillo de mis cuitas.
Creí morir de la pena, cayendo en un estado interno de postración emocional que a veces traslucía en explosiones de violenta ira. No pude escribir un poema más por espacio de varios años, y hacía desesperados intentos por reconstruir las estrofas perdidas, en un esfuerzo infructuoso, ya que nunca he sido capaz de aprender de memoria nada de lo que escribo; esto me desesperaba más y más. Sentía una especie de castración y convertido en un eunuco me llenaba día a día de frustración y pasaba largas horas emborronando cuartillas que luego convertía en basura sin poder hallar la musa de la inspiración.
Un buen día, reflexionando sobre el particular, llegué a la conclusión de que si no podía hacer poesías —y teniendo facilidad de expresión al escribir— debía probar escribiendo prosas, y ahí tuve mi encuentro con el cuento, y empecé a escribir historias, a recrear anécdotas de mi tierra, a reconstruir la historia de Tamalameque, a rescatar la cultura popular vernácula. Y -sin olvidar mi libreta perdida- escribí tres libros con la temática de mi patria chica.
Sin embargo, la procesión iba por dentro, no lograba olvidar mi librillo perdido en un diciembre, y alguna vez en una de esas parrandas de bohemia y vallenatos que se acostumbran en la costa, comenté mi tristeza y narré la historia. Días después como por arte de magia apareció en mi casa, bastante maltratado, faltándole la mitad de las paginas, con algunas hojas rotas, desargollado, ajado y maltratado, amarillento por el paso del tiempo y el manosear de la persona que misteriosamente lo tomó por largos años.
El reencuentro con ese cuaderno fue emotivo, lloré, lloré largamente en silencio, apretando el deshojado librejo contra mi pecho, después comencé a leer y releer esos versos en largas sesiones inacabables. Pasaba la mayor parte de la noche leyendo esas líneas que sintetizaban el plectro de mi juventud, tratando de reconstruir pedazos perdidos sin poder lograrlo, no me importaba si lo escrito tuviera valor estético o no, me importaba, tan solo, tener completo el producto de mi estro.
Pasé un año, repitiendo el ritual de leer y tratar de armar como un rompecabezas los versos perdidos, en una tarea casi imposible, luchando con mi olvido.
Algún tiempo después se perdió de nuevo, y lo olvidé, convencido de que el destino de esas poesías era perderse, comencé de nuevo a escribir poemas y prosas, desentendiéndome de él.
Desapareció por un periodo de tres años, hasta que un día apareció, así de repente, tal como siempre aparecía y desaparecía, se presentó a mi casa, como era su costumbre, en silencio, en misterio, con la confianza del amigo que regresa. Esta vez el encuentro no fue tan emocionante, fue un encuentro sereno, reposado, encuentro de viejos camaradas de tristezas y alegrías, pero sin lágrimas. No lo leí, solo constaté sus páginas y revisé que no faltara ninguna, en efecto estaba como lo vi por última vez, con los mismos rotos, con las mismas arrugas, igual de ajado, pero no había perdido más nada. No me hice preguntas esta vez, sencillamente lo guardé.
De ahí en adelante se perdía y volvía aparecer con el tiempo, lo encontraba en los lugares más insospechados. Me acosaba permanentemente, le encontraba en todas partes, me espiaba por toda la casa, lo encontraba en las gavetas de mi viejo escritorio de cedro, en los estantes de mi pequeña biblioteca, bajo el colchón de mi cama, en los sitios más inesperados. Me agobiaba con su persecución.
Era como fantasma del pasado, que a cada momento me salía al paso para recordarme que ahí estaba, que no le ignorara, o por lo menos se hacía notar. Al comienzo, lo contemplaba con nostalgia, y evocaba esos momentos febriles en que él y yo por primera vez nos encontramos. Eché a volar el recuerdo en busca de esos pasajes olvidados, y recordaba una a una las motivaciones, las personas, los sitios, los aromas, los sentimientos y circunstancias que rodearon el nacimiento de cada una de las composiciones que escribí en él. Si, eran fantasmas del pasado, fantasmas que yo mismo creé, fantasmas que nacieron hace tantos años, y que ahora me reclamaban el abandono.
Con el tiempo me fui enterando del enigma de esas desapariciones misteriosas y haciendo indagaciones, encontré que en la primera desaparición que duró doce largos años, tuvo un itinerario curioso desde las dilatadas sabanas de Tamalameque, pasando por las heladas lomas de Pamplona en Norte de Santander, recorriendo pasillos y salones de un colegio de bachillerato en Chiriguaná en el Cesar, hasta volver nuevamente a Tamalameque, siempre permaneciendo oculto bajo las colchonetas donde dormía el caco que impulsivamente se apropió de él por tanto tiempo.

Me enteré además de su entrada y salida clandestina de colegios oficiales, hasta su aparición estelar en muchos centros literarios de bachillerato, donde se leían el producto de mi numen y los aplausos que recibía el caco, por parte de sus compañeros y profesores, por haber escrito esas estrofas a veces desabridas y otros llenos de cáustico humor.
Me enteré de los amores levantados con mi pluma, de las novias deslumbradas por mi rima, de la bohemia derrochada en las parrandas, y de tantas ilusiones moceriles inspiradas por el joven caco que me suplantaba. Amores que nacían al son de mis poemas y romances terminados con la irreverencia de mis versos.
La segunda desaparición se le debe a mi hijo menor quien tiene inclinaciones poéticas, lo tomó como su libro preferido y lo guardó con sus cosas, leyéndolo en la soledad de su aposento. Asombrándome siempre, cuando en el baño recitaba mis versos de memoria. Esta desaparición fue menos larga, tan solo duró tres años, pero tenía por lo menos, el consuelo de oír recitar mis poemas.
Ahora que apareció por última vez, tomé la decisión inaplazable de leerlo, y de casi un centenar de poemas y sonetos sin medida que subsistieron al paso del tiempo y a las desapariciones misteriosas, escogí estos treinta y tres que publico para darles un reposo en su angustioso y largo peregrinaje, y evitar así que desaparezcan otra vez y para siempre por la puerta misteriosa del olvido.

Autor; Diógenes Armando Pino Ávila

San Miguel de las Palmas de Tamalameque 5 de enero de 1.998

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